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Intervención humanitariaJoana AbrisketaAcciones emprendidas por la comunidad internacional en el territorio de un determinado Estado con el fin de proteger y defender a la población de violaciones graves y masivas de los derechos humanos fundamentales, y de garantizar la asistencia humanitaria a las víctimas de conflictos armados cuando el gobierno soberano impide su paso. Se trata de un concepto que se presta a cierta confusión, en buena medida por su evolución durante los últimos años. Para algunos autores (Gundel; 1999:9), la intervención humanitaria abarca en general acciones de tipo político, diplomático y militar, con los objetivos mencionados; en tanto que el concepto de intervención militar humanitaria se referiría específicamente a las acciones armadas. Sin embargo, en términos jurídicos, el concepto de intervención humanitaria se utiliza en un sentido más restrictivo, como una acción específicamente militar de uno o varios Estados dentro de otro para frenar las violaciones graves y masivas de los derechos humanos (Brownlie, 1991:44). Además, se entiende también como el recurso a la fuerza armada para imponer la ayuda humanitaria que se pretende proporcionar a las víctimas de los conflictos armados cuando el Estado soberano territorial impide el paso de la asistencia humanitaria. Su carácter generalmente coercitivo y la inexistencia del consentimiento del Estado son los elementos definitorios que distinguen al concepto de intervención humanitaria del de acción humanitaria (ver acción humanitaria: fundamentos jurídicos). Igualmente, la diferencia con las operaciones de paz realizadas en el marco de naciones unidas radica en que también en éstas existe el consentimiento del Estado en el que se llevan a cabo. La práctica de la intervención humanitaria es previa a la creación de la ONU en 1945. Así, por ejemplo, Francia intervino en Siria en 1860 para salvar a los maronitas masacrados por los drusos, y varios países occidentales y Japón lo hicieron en China para proteger a su población cristiana en 1901. Después de 1945, algunas intervenciones invocando razones humanitarias fueron la de Egipto y Jordania al crearse Israel en 1948, la de EE.UU. en Líbano en 1958, o la de Israel en Entebbe en 1976 para rescatar a sus nacionales en un avión secuestrado. Ahora bien, en la post-Guerra Fría, desde principios de los 90, se ha registrado un inusitado incremento de este tipo de intervenciones, debido a la proliferación de emergencias complejas, caracterizadas por violaciones masivas de los derechos humanos en contextos de conflicto civil y el desmoronamiento del Estado. Además, la presión de los medios de comunicación internacionales ha forzado a los gobiernos occidentales a mostrarse activos ante sus opiniones públicas, resultándoles menos difícil y costoso ponerse de acuerdo sobre actuaciones con un trasfondo humanitario que sobre políticas eficaces para la solución de los conflictos. Entre otras intervenciones, destacan las de Irak (1991), Somalia (1992), ex Yugoslavia y Ruanda (1994). Estas intervenciones se han realizado habitualmente con el recelo de diversos países (como China, Rusia, Cuba, Turquía o Marruecos), que invocan la validez del principio de soberanía temerosos de que una consolidación de la práctica de la intervención para defender los derechos humanos pudiera volverse en su contra. Por otro lado, el auge de las intervenciones humanitarias guarda relación también con una creciente relativización del principio de soberanía, sobre todo en lo referente a la protección de los derechos humanos fundamentales. En este sentido, a finales de la década de los 80 se acuñó la expresión “deber de injerencia” por Bettati y Kouchner (1987), quienes defendían que el derecho internacional debía ser revisado a fin de no confiar solamente al Estado soberano territorial la competencia para el suministro de la ayuda humanitaria y el acceso a los heridos. Ahora bien, la expresión implicaba por encima de todo un comportamiento ético, deducido de cierta subjetividad moral o religiosa, pero no de una obligación jurídica. En este sentido, observa P. M. Dupuy (1992:75-76) que no se trata de un verdadero “deber de injerencia” de los Estados en los asuntos internos de otro Estado, sino de un derecho de terceros Estados de suministrar asistencia humanitaria, o “derecho de injerencia”, correspondiendo al Estado territorial el aceptarlo. 1) La intervención humanitaria conforme a la Carta de Naciones Unidas La intervención humanitaria constituye una excepción a tres de los principios más consolidados en el derecho internacional: el de soberanía estatal; el de no intervención en los asuntos internos de otros Estados y el de la prohibición de usar la fuerza armada. Los tres constituyen el pilar de las relaciones internacionales y aparecen plasmados en la Carta de las Naciones Unidas. Ahora bien, la Carta no se refiere explícitamente a la intervención humanitaria. De este modo, su justificación se encuentra en una interpretación extensiva de los supuestos que, según el cap. VII de la Carta, permiten la adopción de medidas coercitivas contra un Estado, consistente en entender que las violaciones graves de los derechos humanos son aplicables a tales supuestos. En efecto, la Carta consagra el principio de no intervención, pero también la excepción al mismo, cuando en su art. 2.7 afirma que: “Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados ...; pero este principio no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas en el Capítulo VII”. El principio de no intervención fue luego ratificado en 1970 por la Declaración 2625 de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre los Principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y de cooperación entre los Estados. Como vemos, los principios de soberanía y no intervención pueden quedar sin efecto mediante la aplicación del cap. VII, el cual otorga al Consejo de Seguridad la capacidad de adoptar medidas coercitivas, incluido el uso de la fuerza armada, contra un Estado que haya cometido una “amenaza a la paz”, “un quebrantamiento de la paz” o “un acto de agresión”. Estas posibles medidas coercitivas están orientadas a “mantener o restablecer la paz y la seguridad”, y constituyen el denominado “sistema de seguridad colectiva” de la Carta de Naciones Unidas. Tras el fin de la Guerra Fría dicho sistema de seguridad colectiva ha experimentado dos cambios decisivos. Por un lado, si durante aquélla estuvo paralizado por el habitual recurso al derecho de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE.UU., Reino Unido, Francia, China y Rusia), la superación de la rivalidad bipolar ha hecho posible su aplicación en varias ocasiones. Por otro, como avanzábamos antes, se ha afianzado la interpretación de que las violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos fundamentales constituyen amenazas o quebrantamientos de la paz. Esto se debe a que la proliferación de tratados internacionales sobre derechos humanos implica que tales derechos han alcanzado una aceptación universal, por lo que su violación no puede ya ser considerada como un asunto exclusivamente nacional y que compete sólo al Estado soberano, pero no al conjunto de la comunidad internacional. Como consecuencia, el Consejo de Seguridad, ampliando sus competencias sobre el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, puede ahora, aplicando el cap. VII, autorizar acciones coercitivas contra un Estado con objeto de frenar las violaciones de derechos humanos. Así lo hizo, por ejemplo, con ocasión de los conflictos de Somalia (1991), la antigua Yugoslavia (1992) y Ruanda (1994). 2) Intervención humanitaria unilateral En algunas ocasiones, la valoración de determinados actos como violaciones de derechos humanos graves y la consiguiente adopción de medidas coercitivas para la protección de éstos no es realizada por el Consejo de Seguridad, sino por determinados Estados por su cuenta. Algunos ejemplos de estas denominadas intervenciones unilaterales fueron la de Israel en Entebbe (Uganda), en 1976, con ocasión del secuestro de un grupo de israelíes por una organización palestina; la de Estados Unidos en Granada en 1983, para proteger a los norteamericanos residentes en la isla; y la de la OTAN en Kosovo en 1999 con el fin de frenar las graves violaciones de los derechos humanos contra los albanokosovares por el régimen de Milosevic. Estas intervenciones unilaterales, al no contar con la autorización del Consejo de Seguridad, son consideradas ilícitas por la gran mayoría de los especialistas en derecho internacional. Ahora bien, algunos autores (Bermejo, 1993; Oraá, 1995) sí las consideran legítimas como último recurso para salvar los derechos humanos cuando el Consejo no lo hace y siempre que se satisfagan las siguientes condiciones: a) existencia de una violación grave de los derechos humanos fundamentales; b) agotamiento de otros medios diplomáticos y de presión sin que se haya conseguido salvaguardar esos derechos humanos; c) proporcionalidad entre el uso de la fuerza y los objetivos perseguidos; d) carácter limitado de la operación en el tiempo y en el espacio; e) informe inmediato de la intervención al Consejo de Seguridad y, si se da el caso, al organismo regional pertinente. Evidentemente, las intervenciones unilaterales encierran el riesgo de que las condiciones señaladas pueden ser objeto de amplias interpretaciones y ser instrumentalizadas al servicio de los intereses geopolíticos de los Estados que las realicen. Sin embargo, también las intervenciones avaladas por el Consejo de Seguridad pueden responder a los intereses de las grandes potencias que son miembros permanentes de ese órgano. Un paso decisivo hacia el afianzamiento del intervencionismo unilateral por parte de la OTAN se dio en abril de 1999, al aprobar en Washington su Nuevo Concepto Estratégico con motivo del 50 aniversario de su fundación y un mes después de iniciados los bombardeos contra Serbia por su represión hacia los albaneses de Kosovo. Dicho documento redefine los objetivos, métodos y ámbito de actuación de la nueva OTAN de cara al futuro. La transformación de sus fines radica en que la OTAN pasa de los meramente defensivos a asumir como misión esencial el “defender la seguridad y los valores democráticos dentro y fuera de sus fronteras”, incluyendo entre sus cometidos la lucha contra el genocidio, el terrorismo y las armas de destrucción masiva. En cuanto al ámbito de actuación, éste no se circunscribe a los propios miembros de la organización y circundantes, sino a una amplia e imprecisa zona euroatlántica, que abarcaría gran parte del hemisferio norte, incluyendo zonas que Rusia considera de su influencia. En tercer lugar, y esto es lo más relevante, en el Nuevo Concepto Estratégico la OTAN se reserva el derecho de actuar sin el permiso expreso del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, entendiendo que basta con no contradecir la Carta de Naciones Unidas o las resoluciones del Consejo. De este modo, la OTAN ha consagrado su propio derecho de intervención humanitaria unilateral, transgrediendo la Carta de Naciones Unidas según la cual los organismos regionales no aplicarán medidas coercitivas sin la autorización del Consejo de Seguridad. La propia intervención militar en Kosovo, que estaba en plena ejecución sin el aval del Consejo mientras se aprobaba el Nuevo Concepto Estratégico, representaba su materialización práctica. Estos cambios que acabamos de comentar son coherentes con un incremento de la unipolaridad de EE.UU. como única superpotencia tras el fin de la Guerra Fría, palpable en distintas actuaciones en las que ha prevalecido por encima de las Naciones Unidas: el veto a la reelección de Butros Gali para sustituirlo por un secretario general más dócil, la firma de los acuerdos de Dayton auspiciada por Estados Unidos y no por las Naciones Unidas, los bombardeos unilaterales de Irak, etc. El papel de las Naciones Unidas parece haber quedado relegado a un segundo plano, a pesar de que el fin de la Guerra Fría y la erosión del principio absoluto de la soberanía estatal le auguraban un papel preponderante. 3) Intervención para salvar a nacionales Un último debate sobre el tema, recogido por Bermejo (1993), se refiere a la posible intervención por un Estado para salvar las vidas en peligro de ciudadanos suyos en peligro en otro Estado. Numerosos autores entienden que ésta no puede considerarse propiamente una “intervención humanitaria”, por cuanto su justificación legal sería más bien la de la “legítima defensa”. Dado que los ciudadanos nacionales son un componente esencial del Estado, el ataque a los mismos en el extranjero supone un ataque al propio Estado, lo que autoriza a ejercer el derecho a la legítima defensa. Ahora bien, otros autores señalan que, teniendo en cuenta que el fin último de la figura de la intervención humanitaria es restablecer el respeto de los derechos humanos, la nacionalidad de la población a favor de la que se interviene es irrelevante. Por lo tanto, el uso de la fuerza para proteger a los nacionales debería fundamentarse más en el concepto de la intervención humanitaria que en el de la legítima defensa. J. Ab. Bibliografía
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