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Género, cultura y desarrolloClara MurguialdayLa forma en que cada sociedad organiza y da significado a los hechos de la sexualidad y la procreación –y, por consiguiente, a las relaciones de género entre las mujeres y los hombres (ver género)– es uno de los fundamentos de su identidad colectiva, y ponerlo en cuestión resulta un desafío hacia aquellos elementos que estructuran de manera más profunda las tradiciones culturales de una colectividad. El particular orden de género que caracteriza a cada sociedad tiene su reflejo en todo el conjunto de expresiones, individuales y colectivas, que constituyen su cultura. Así, un análisis de género de los fenómenos culturales permite identificar en qué manera las concepciones del mundo –filosofías, ideologías y religiones– y los mitos fundantes de cada manera de ver y vivir la vida justifican y mantienen la organización social de la sexualidad y la reproducción que impera en cada sociedad, al tiempo que muestra que ésta es una construcción social, histórica, cultural y no el resultado automático de las diferencias biológicas entre los sexos. Las funciones, tareas y responsabilidades diferenciadas de mujeres y hombres (ver género, roles de), aunque a menudo son vistas y justificadas como naturales e inmodificables, en realidad son el resultado de complejos procesos de conflicto y negociación entre los géneros. Así mismo, la división genérica del trabajo y el poder (ver género) constituye un aspecto más de la división social del trabajo, que se enraiza en las condiciones de producción y reproducción de cada sociedad y se ve reforzada por los sistemas culturales, religiosos e ideológicos que imperan en ella. Desde hace varias décadas, un creciente número de mujeres en todo el mundo cuestionan las formas en que las tradiciones culturales prevalentes en sus respectivas sociedades son usadas para mantenerlas subordinadas o discriminadas. Ellas tienen, en este empeño, la oposición de la mayoría de los hombres y también de muchas mujeres, que temen los cambios que puedan derivarse en sus vidas si se modifican los roles y valores tradicionales con los cuales han crecido y operan. Sin embargo, cada vez más, sus numerosas organizaciones articulan demandas que exigen cambios no sólo en el ámbito laboral o político, sino también en el ámbito cultural. En la década de los 90, la necesidad de estos cambios ha sido reconocida por los gobiernos y organismos internacionales, generando amplios compromisos, como los expresados en la Plataforma Mundial de Acción emanada de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing, 1995). Las acciones de las mujeres del Sur han impactado también en el discurso de la cooperación para el desarrollo. Ellas han planteado que, dado que las formas en que se expresan las diferencias entre los géneros varían mucho entre culturas y a través de las clases, las barreras culturales que se interponen al logro de la equidad entre mujeres y hombres (ver género, igualdad de) sólo pueden ser identificadas mediante un cuidadoso análisis del contexto en que las intervenciones del desarrollo tienen lugar. Sin embargo, como advierte el cad (Comité de Ayuda al Desarrollo) de la OCDE (1998:125), esta necesaria prevención ha sido interpretada en un sentido diferente por muchas agencias de cooperación, tanto gubernamentales como no gubernamentales, las cuales están poco deseosas de ser acusadas de pretender “imponer el feminismo occidental” en las sociedades del Sur y esgrimen, como argumento en contra de la equidad de género, el hecho de que las acciones necesarias para lograrla supondrían una “injerencia cultural”, cuando no una agresión a las tradiciones y costumbres locales. El CAD señala que este argumento nunca es utilizado cuando las intervenciones de desarrollo cuestionan desigualdades en términos de riqueza o acceso a la tierra, o proponen drásticos cambios tecnológicos, y que resulta sospechoso que las agencias de cooperación recurran a la “legitimidad histórica de las culturas” para no cuestionar las tradiciones que justifican y reproducen las desigualdades genéricas. Por su parte, autoras como Mehta (1991) salen en defensa de la tesis de que retar las desigualdades de género supone, necesariamente, cuestionar las tradiciones y la cultura. Así, la idea profundamente encarnada en algunas sociedades de que las mujeres son “propiedad” del hombre o de la familia, se expresa en la consideración de aquéllas como bienes mercantiles cuyo valor es medido en términos del “precio de la novia” o de la dote; cualquier intento de cuestionar las desigualdades generadas por estas prácticas es visto, por tanto, como una indeseada interferencia en asuntos de “propiedad”. Resaltar el hecho de que cualquier intervención externa requiere, para que sea útil, un adecuado conocimiento y comprensión de los diferentes valores y normas de la cultura en que se propone actuar, no nos impide constatar que el cuestionamiento de las desigualdades de género alimenta una tensión –a menudo muy conflictiva– entre dos argumentos contrapuestos: el respeto a los valores propios de una cultura determinada y la necesaria modificación de aquellas pautas culturales que se oponen a la igualdad entre las mujeres y los hombres. Cl. M. Bibliografía
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